En “Blanca, la niña que quería volar”, el actor escribe acerca de la peor tragedia de su vida y del poder transformador que puede tener el dolor extremo.
“Yo tenía fascinación con su pelo largo y ondulado, con sus rulos, esos rulos imposibles de olvidar. Amaba su piel, sus manitos y sus ojos, hacerle cariñitos en la nariz y llenarla de besos. (…) ¿Dónde estás? ¿Dónde está mi niña de atardeceres y amaneceres, mi niña arco iris?”.
El día del funeral de la pequeña Blanca, de tan solo seis años, Vicuña “visitó su propia muerte, su propio entierro”. Todo roto, se enfrentó por primera vez a un monstruo de dimensiones épicas. Uno al que nadie pudo ni podrá vencer: lo irreversible y el sin sentido de la muerte de una persona amada. Game over. Terminado. Listo. Se acabó el mundo, su mundo. Pero no. La vida siguió y no paró por nada. Ni siquiera por la muerte de Blanca: “Es una sensación escalofriante comprobar como todo continúa, aunque a uno lo atraviese el dolor más grande”.