Por Eugenio Raúl Zaffaroni (*)
1.
De todas formas, para salir del atolladero de la orfandad probatoria cargosa, los jueces tienen varios recursos. Entre los que son recomendables hay uno que ya se ensayó con singular éxito, consistente en una pirueta doctrinaria que desconcierte con facilidad al lector no especializado e incluso al experto perdido en el fárrago confuso de los cientos o miles de fojas.
El primer paso que deben dar los jueces del lawfare en este sentido, consiste en una remisión masiva a toda la voluminosa documentación que contabilizaron por amontonamiento los empleados, por más que sean conscientes de que no prueban nada más que la existencia misma de esos documentos. Así, mediante todos los adverbios y expresiones adverbiales posibles o extraídas del diccionario de sinónimos (evidentemente, claramente, incuestionablemente, sin lugar a dudas, indudablemente, obviamente, naturalmente, etc.) deberán afirmar sin más que está terminantemente probado que se cometieron múltiples actos de cohecho.
El cohecho es un delito que consiste en hacer u omitir por precio o promesa un acto propio de la función. Los jueces deberán afirmar en su sentencia que queda fuera de toda duda que estos delitos los cometieron en conjunto todos los procesados, mediante un reparto de la tarea, o sea, que ninguno de ellos cometió un cohecho completo, sino una parte del cohecho.
Esto último es lo que se llama coautoría funcional por reparto de la empresa criminal. Para eso es necesario que los jueces sentenciadores del lawfare tampoco digan una sola palabra acerca del detalle de que sólo pueden ser autores o coautores quienes tienen la potestad funcional de realizar u omitir el acto, dificultad de la que, si se viesen muy forzados, podrían salir inventando que está probada una asociación ilícita o banda de delincuentes; pero mejor evitar este recurso, porque se meten en problemas.
2.
Respecto de la coautoría funcional es bueno que los jueces citen a todos los doctrinarios, pues solemos decir lo mismo: esta forma de coautoría se da cuando, por ejemplo, en el asalto a un banco, un sujeto amenaza al público para que no se mueva, otro embolsa los fajos de billetes que le entrega el cajero y otro aguarda en la puerta con un vehículo en marcha.
En esto no hay problema, todos coincidimos, sólo que los jueces de estas sentencias deberán cuidarse de no mencionar el pequeño detalle de que, en ese totum revolutum de la remisión a la supuesta prueba documental que siempre conviene calificar de abrumadora, no existe prueba alguna de lo que hizo cada uno de los supuestos intervinientes: es como si en el caso del asalto al banco se quisiese condenar a cualquiera de los tres coautores, pero sin probar que apuntaba al público, que embolsaba los fajos de billetes o que estaba aguardando a sus compinches con el coche en marcha o, peor todavía, sin ninguna prueba de que alguno de los tres hubiese estado en el banco.
3.
Aquí es muy recomendable y hasta necesario que los jueces invoquen a los colegas alemanes, eligiendo la teoría que les parezca más conveniente, para darle un viso de cientificidad a la superación de este escollo y también para confundir al lector. Así, podrían citar a un prestigioso doctrinario como Roxin, para apropiarse de su teoría del aparato organizado de poder, que este autor inventó para explicar la coautoría de los miembros de las SS y de la Gestapo, en el tiempo en que se juzgaba a Eichmann en Israel.
Pero si a los jueces y a los medios de comunicación dominantes les parece exagerado aplicar esa construcción a todo un gobierno electo democráticamente, pueden elegir, con cita del mismo autor, la categoría que enunció como delitos de infracción de deber. Estos delitos serían los que exigen que el autor tenga un especial deber hacia el bien jurídico, lo que podría llegar al infinito, pues son muchos los casos de autores que tienen este deber especial en hechos cometidos en ejercicio de cualquier actividad. Así, no solo infringen deberes específicos los funcionarios públicos, sino también los padres, los docentes, los sacerdotes, los votantes, los ingenieros, los médicos, los veterinarios, etc.
4.
¿Pero para qué acudir a este concepto de delito de infracción de deber? Pues, para algo que los colegas alemanes citados jamás admitirían, porque se trata de una directa y mal disimulada perversión procesal de sus teorías. Pero como los jueces del lawfare saben que los alemanes nunca tendrán noticia de eso, pueden hacerlo sin inmutarse y quedarse tranquilos.
Con esa tranquilidad de conciencia, los jueces (o algún colaborador más instruido que se lo proyecte) pueden argumentar, siempre un tanto confusamente para que no salte a la vista la pirueta y pueda darse la impresión de que se trata de una deducción de lógica pura, que como todos los funcionarios que en conjunto se repartieron la tarea de cometer cohechos infringieron sus deberes de funcionarios, no es necesario probar en qué consistió la intervención de cada uno de los supuestos coautores, bastando con afirmar, por remisión al totum revolutum de la supuestamente abrumadora prueba documental, que todos infringieron en conjunto sus deberes.
Es notorio que esto es un espectacular salto lógico realmente acrobático, pero se trata del punto más delicado de la sentencia que, por ser tal, los jueces del lawfare deben esmerarse tratando de mantenerlo lo más oculto posible entre los cientos y cientos de fojas de lo que firman.
5.
De lograr disimular bien este enorme salto lógico, realmente de trapecio circense sin malla de contención, los jueces evitarán que el lector desprevenido o perdido en la hojarasca de la voluminosa sentencia, se percate de que se eludió probar lo que cada uno supuestamente hizo en el supuesto cohecho cometido en conjunto con reparto de la tarea, al igual que como se lo hace en el ejemplo del asalto al banco.
De no disimularlo con los mejores y más hábiles recursos, quedaría claro, en detrimento de la credibilidad de la sentencia, que los penalistas podemos coincidir o criticar las teorías de los autores y colegas que se citan, pero el más mínimo respeto debido a su seriedad científica nos permite asegurar, con la más absoluta certeza, que ninguno de ellos suscribiría este uso procesal perverso de sus construcciones, destinado a obviar la prueba de lo que debiera probarse.
Como este es el secreto clave de la sentencia de lawfare, los jueces nunca deberán permitir que lo descubra cualquiera que tuviese la extraordinaria capacidad obsesiva de leer detenidamente esos cientos y hasta miles de fojas.
6.
Por último, como toda sentencia de lawfare debe proscribir -o al menos estigmatizar- al principal condenado, especialmente si estuvo a cargo del poder ejecutivo por elección popular, se hace necesario dar por cierto que era el jefe de toda la maquinaria de cohecho.
Para eso hay varios caminos, siendo el más fácil la afirmación rotunda de que no podía ignorar que se cometían los cohechos. Incluso aunque algún corrupto los hubiese cometido, siempre deberá presumirse en la sentencia que el titular del ejecutivo proveniente de un movimiento popular –no los otros- es una suerte de hermano mayor omnisciente que todo lo controla. Aunque este recurso no deja de ser grosero, siempre será más sutil que algunas afirmaciones un tanto insólitas, que los jueces del lawfare debieran evitar como, por ejemplo, atribuirle al funcionario de mayor jerarquía un poder de influjo psíquico. Es aconsejable no inventar conceptos tan increíbles, ser prudentes, no excederse, porque de lo contrario dejan demasiado a luz sus intenciones y pueden caer en el ridículo que, como sabemos, no tiene retorno.
7.
No podemos dejar de señalar que para este rápido esbozo de manual para jueces del lawfare, nos inspira en buena medida la sentencia del llamado caso Sobornos de Ecuador, contra Rafael Correa y toda la plana mayor de su gobierno y de su partido, porque es muy ejemplar en la materia, debido a la transparencia con que aplica el método reseñado.
Por descontado que, conforme al objetivo actual, dejamos de lado la insólita situación institucional del Ecuador, que hizo que, de los nueve jueces que intervinieron en las diferentes instancias, siete fuesen interinos y, al igual que la procuradora, todos hayan sido nombrados por el partido opositor a los condenados. También omitimos señalar que el tribunal que debía revisar la sentencia aceleró los tiempos y convocó audiencias en plena pandemia, para notificar su decisión confirmatoria la víspera de la apertura de la inscripción de candidatos para la elección popular, impidiendo así la candidatura de Correa y de la plana mayor de su partido.
Si bien estos son datos coyunturales, conviene de paso mencionarlos, porque cualquiera de las sentencias de esta naturaleza se pronuncia siempre en un contexto institucional más o menos caótico.
(*) Exjuez de la Corte Suprema argentina, Profesor Emérito de la UBA.