Sergio A. Rossi
La decisión política tendría que nutrirse de reflexión, razonamiento, medida, comparación y valoraciones, sin dejarse arrastrar o confundir por pasiones y sentimientos. La naturaleza humana no permite prescindir de sentimientos, pero esos sentimientos deben acompañar y revestir la decisión razonada que se tome, y no negarla, sustituirla, nublarla o torcerla. Imagino una jauría de invitados al almuerzo más famoso de televisión. Imagino el escenario de simulación aristocrática donde quienes representan a invitados y dueños de casa despliegan con ademán canchero su despectiva prepotencia. Imagino la crónica y el tratamiento periodístico que perpetrarían ante un caso emblemático, el de Las brujas de Salem, ya fuera sobre la propia locura y condenas del siglo XVII, como sobre la obra de Arthur Miller y el maccarthismo. En la teatralización propagandista ese periodismo se exhibe como gente superior, objetiva y racional, pero promueve linchamientos por TV, segrega odio e intolerancia, construye climas de insatisfacción y de angustia. No juzga ni acusa; ataca, grita y condena. Son pregoneros de una renovada Inquisición que alimenta las hogueras. Lo deseable sería que cada uno pensara por sí y no por lo que le quieren inducir a pensar. Que esté dispuesto a recibir críticas y tener que buscar y sostener argumentos sobre lo que dice. Pero muchos suelen actuar –por comodidad, por prejuicio o por odio– sin razonar, sin comparar, sin recordar, a puro sentimiento. Hay otra forma de crítica perniciosa, que se sostiene a sí misma ante refutaciones inapelables, y que apela a un último fundamento: la intención oculta. No importa que el gobierno no lo dijera, no importa que no hubiera evidencia visible para sostener la crítica, “se sabe que es la intención oculta del gobierno”. Muchas de las críticas sufridas por los gobiernos kirchneristas eran de aquel cariz, lo que resulta muy malo. Esos gobiernos tenían cosas para ser criticadas, pero aquellas críticas en vez de apuntar a corregir problemas buscaban derrumbarlo. El objetivo no era corregir lo malo sino destruir lo bueno. Aquel tipo de críticas –necias y maliciosas, que ponen todo en blanco y negro, que provienen de gentes que nunca cuidaron lo que exigen– nos lleva a cerrar filas a la defensiva, a sostener nuestra propia postura sin matices, restando fuerzas para la construcción de mejores futuros. «Cada vez que quiero dejar de ser peronista los gorilas me lo impiden», decía un amigo.