Por Alfredo Guillermo Bevacqua
Durante cinco horas Buenos Aires fue bombardeada por aviadores de la marina argentina y civiles; se convertía así, en la primera ciudad capital latinoamericana atacada desde el aire. Fue el mayor atentado terrorista en territorio argentino. No había precedentes en la historia de Occidente.
Las estadísticas se usan, por lo general, para mostrar una visión cuantitativa o una aproximación a la realidad. Y por lo tanto también hay estadísticas del horror, por ejemplo las que suman muertes y califican la dimensión de las tragedias, olvidando que una muerte, ya lo es. La irracionalidad y la demencia asesina, concretada en atentados, ha generado que la historia argentina registre este tipo de datos. La década del ’90 alberga los dolores más recientes, y se recuerdan anualmente: el primero tuvo lugar el 17 de marzo de 1992, a las 14:45 en la esquina de Arroyo y Suipacha, en la capital federal argentina; un vehículo, cargado de explosivos embistió el frente de la Embajada de Israel, dejando un saldo de 29 muertos y 242 heridos y la destrucción total del edificio de la sede diplomática israelí, una escuela y una iglesia católica.
Dos años más tarde, el 18 de julio de 1994, en el barrio de Once –también en Buenos Aires– un coche bomba embistió el edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). Las víctimas fatales fueron 85 y los heridos 300; ostenta el triste título de ser el mayor atentado terrorista contra objetivos judíos fuera del territorio del estado de Israel. También con dolor y vergüenza se lo recuerda cada año reclamando justicia.
Estos atentados forman parte del dolor colectivo; sin embargo, hay otro, en el que el dolor es sólo del peronismo. Esta tabla de posiciones del horror es encabezada por el ataque aéreo desencadenado en el casco céntrico de Buenos Aires el 16 de junio de 1955. El Equipo Especial de Investigación del Archivo Nacional de la Memoria dictaminó que murieron en esa jornada 375 personas, hubo cerca de 2.000 heridos, de los cuales 250 quedaron inválidos. La fría estadística le otorga el primer puesto en ese rubro, en el que ya la vida no tiene valor…
Lo cierto es que desde los primeros meses de 1955 la situación del gobierno se había complicado; dice Felipe Pigna “la falta de una oposición partidaria con capacidad para imponerse en los términos en que la democracia lo permitía parecía complicar aún más las cosas para los enemigos del peronismo. Las instituciones históricas argentinas serían llamadas entonces a encabezar la oposición al gobierno constitucional de Perón. La Iglesia y los sectores más rancios de las Fuerzas Armadas comenzaron a activar su resistencia”.
La hora de las armas
Al asumir su primer mandato, Perón había aprobado la enseñanza obligatoria de religión en las escuelas públicas; en 1955 la suprimió. La Iglesia se manifestó en la multitudinaria procesión de Corpus Christi, convertida en un acto político. A su término se arrió y quemó una bandera argentina, izándose la del Vaticano; la respuesta, atribuida a partidarios del gobierno, fue la quema y destrozos de varias iglesias, entre ellas la Catedral de Buenos Aires. Era la frutilla del postre. Había llegado la hora de las armas.
El golpe lo encabezaría la Marina; el ministro del arma, Almirante Aníbal Olivieri, se “internó” en el Hospital Naval, acompañados de sus ayudantes de triste memoria, Emilio Massera y Horacio Mayorga; las operaciones serían encabezadas por el contralmirante Carlos Samuel Toranzo Calderón y el vicealmirante Benjamín Gargiulo; un escuadrón de Infantería de Marina, encabezado por el capitán Juan Carlos Argerich, sería el encargado de ocupar Casa de Gobierno, una vez que Perón estuviera sepultado por escombros; del Ejército se logró la adhesión de los generales Justo Bengoa y Pedro Eugenio Aramburu, se confiaba que la muerte de Perón, provocaría el masivo encolumnamiento. Se sumaban a ellos políticos opositores, auténticos “repúblicos”: Américo Ghioldi (socialista); Adolfo Vicchi (Partido Conservador); Miguel Ángel Zavala Ortiz (UCR, integrante de la Junta Consultiva de la Fusiladora, canciller desde 1963 a 1966 en el gobierno de Arturo Illia); Luis María de Pablo Pardo y Mario Amadeo, ambos del nacionalismo católico.
Desde las 12:45 hasta las 17:40, aviones de la Aviación Naval Argentina, con el objetivo de matar al Presidente constitucional, General Juan Domingo Perón, bombardearon la Casa Rosada, la Plaza de Mayo, y con precisión de causas más nobles, centraron el lanzamiento de bombas y ametrallamiento, en las bocas del “subte” porteño.
Cuando los servicios de inteligencia dieron a primera hora de la mañana la novedad que se produciría el alzamiento, el Jefe del Ejército resguardó a Perón en el Ministerio de Guerra.
Al iniciarse el ataque el centro porteño estaba muy poblado, como siempre las bocas de los “Subte” atestadas de hombres y mujeres que presurosos se trasladaban a sus tareas; en la Plaza había familias con sus hijos porque se había anunciado un desfile aéreo en desagravio a la bandera quemada, a los destrozos en la Catedral. A las 12:45 apareció la escuadrilla de Avro Lincoln y volcaron sobre la Casa Rosada su mensaje de muerte; 29 bombas impactaron contra el augusto edificio. El escuadrón de Infantería de Marina del capitán Argerich, fue repelido por un escuadrón de Granaderos, custodia presidencial. Cuando se dirigían a la Casa Rosada camiones con soldados leales, Argerich decidió que los infantes tiraran contra los conscriptos que conducían los camiones.
Cerca de las 14:00 una escuadrilla de Gloster Meteor apareció en el cielo de Buenos Aires con su tétrico mensaje. El objetivo esta vez fueron las calles, las bocas de “subte”; una bomba cayó en el interior de un trolebús, atestado de pasajeros, que creían escapar del horror, murieron todos.
Vulgares asesinos
Desde la CGT se convocó a los trabajadores a defender a Perón; ganaron la calle, gritando “La vida por Perón” y rodearon el Ministerio de Marina; dicen que Olivieri preguntó “¿qué gritan?”, cuando le informaron contestó: “Vamos a darles el gusto” y ordenó que abrieran fuego las ametralladoras. A las 15:22, desde una ventana del Ministerio de Marina, apareció una bandera blanca de rendición. En ese momento una nueva escuadrilla de aviones asomó, Olivieri olvidó el significado de la bandera y ordenó que siguieran tirando. Luego de arrojar su mensaje de muerte, los aviones emprendieron la retirada rumbo a Montevideo, buscarían asilo y refugio. Unos dicen que fue el capitán Carlos Horacio Carus, otro lo atribuyen al teniente Guillermo Palacio; el que sea, ya había tirado su última bomba, hizo un giro, volvió y desprendió su tanque suplementario de combustible y lo arrojó, y el efecto fue el mismo de una Napalm, esas que se usaron en Vietnam…
Cerca de las 18:00 los sublevados se habían rendido; 39 aviones, con sus 110 tripulantes, entre ellos los civiles ya mencionados, buscaron refugio en Montevideo, y fueron recibidos como valientes, aunque eran vulgares asesinos. Aquí, un museo y una calle, recuerdan al poeta que dedicó vibrantes versos a las madres uruguayas que albergaron a los marinos argentinos…
Cuando en la histórica plaza, había olor a carne quemada, a muerte, estaba viciado el aire por el hedor del espanto, habló el Presidente: pidió a su pueblo atacado “que no sumaran su infamia a la infamia de sus adversarios… quienes los atacaron nunca fueron soldados, porque los soldados argentinos, no son ni cobardes ni traidores…”.
Un periodista radical, Hugo Gambini, en su libro “Historia del peronismo, la obsecuencia”, cuenta que “Al caer la tarde, en los policlínicos y en las comisarías se amontonaban los cadáveres que media docena de camiones habían recogido en las calles…”, mientras que otro historiador, también periodista y radical, relata así el final: “Pero todo salió mal y el saldo fue una tragedia que desde entonces quedó fijada en la memoria colectiva con la dimensión macabra de una injustificada masacre (…) un panorama horrible: cuerpos destrozados, charcos de sangre, heridos y mutilados por todos lados”.
