Seamos optimistas

Señor director:
Las dos primeras décadas del siglo XXI han proyectado una larga sombra sobre el mundo occidental. Tras el fin de la Guerra Fría, se pensaba que el mundo consolidaría la instauración universal de la democracia, centrada en un Occidente triunfante que extendería su dominio, pero las cosas han sido distintas.
El centro del orden global se ha desplazado al este de Asia. China está a punto de convertirse (económica, tecnológica y políticamente) en la única rival de Estados Unidos. Todo indica que, en el siglo XXI, el poder no residirá en el arsenal nuclear, sino en un espectro más amplio de capacidades tecnológicas basadas en la digitalización. Quienes no estén en la vanguardia de la inteligencia artificial (IA) y del big data (análisis masivo de datos), se volverán irremisiblemente dependientes y terminarán siendo controlados por otras potencias. Los datos y la soberanía tecnológica, no las cabezas nucleares, será lo que determine el reparto de la riqueza y el poder a escala global, así como el futuro de la democracia u otras formas de gobierno.
Por ahora, la globalización –el tema más discutido y estudiado, atacado y defendido en todo el mundo–, parece ser el centro de la polémica actual.
Algunos sostienen que la globalización, tal como se conoce e implementa hoy, configura la decadencia de la soberanía del estado frente a otros estados u organismos internacionales, pero de momento, la herramienta más representativa o símbolo de la globalización, es la Internet.
La globalización tiende a destruir las economías regionales provocando un desequilibrio tanto en la política como en la productividad, en nombre de una supuesta integración regional que la mayoría de las veces provoca en las personas condiciones humillantes.
Como resultado, la gente ya no se interesa por el prójimo, solo busca el bienestar personal, porque sabe que, en un modelo liberal nadie hará nada por él si él por sí mismo no lo hace. En Sudamérica, la idea de Patria Grande se ha convertido en una utopía debido a los rencores sembrados entre países hermanos, por los mismos de siempre. Actualmente, la sociedad tiende a disgregarse y, aunque la pandemia nos está separando y enconchando, no debemos claudicar. En vez de engañarnos con falsas esperanzas, luchemos por lo que nos parezca justo. ¿Adónde queremos ir, y cómo pretendemos llegar? ¿Qué impulsa nuestras decisiones? De la propia actitud inquisitiva surge otra pregunta: ¿Somos lo que comprendemos, o lo que nuestras creencias nos permiten? La respuesta que la vida nos hace llegar a través de sus reveladoras coincidencias es que existe “un más allá de toda apariencia virtual”, definible como “la factibilidad de lo imposible”; una ley no escrita que mueve los hilos del acontecer mientras la inseguridad, el miedo y la aprehensión desmesurada nos hacen adoptar actitudes de avestruz. Seamos optimistas sin caer en la desesperación.
Lucas Santaella